Ser skater en Georgia es poco habitual. Algunos
de los skaters que aparecen en Rotsda dedamitsa msubukia (Tamuna
Karumidze, Salome Machaidze & David Meskhi, 2015) llevan el pelo como muchos
heavys de los años 80 y 90, visten camisetas de Iron Maiden pero también rapean,
leen a Voltaire y se consideran admiradores de las novelas de World of
Warcraft, de las que agradecen su riqueza de personajes (“diferentes” -aseguran-
“humanos, enanos, elfos”) y su capacidad para llevarles a mundos que poco
tienen que ver con el momento de su país.
Al
poco de comenzar el metraje, asistimos a una reunión de los chicos en un piso
en el que, mientras preparan pasta para comer, la televisión informa sobre
incidentes tras una marcha en favor de los derechos de colectivos LGBT en
Tiflis. Líderes políticos y religiosos aseguran que su ciudad no puede
convertirse en el Barrio Rojo de Amsterdam. Los chicos, ajenos a esas palabras,
juegan y se gastan bromas. Como esos colectivos, ellos tampoco entran en la
norma común. Y como ellos, pese a ese gusto por utopías en las que los
“diferentes” conviven con relativa normalidad, no creen en cuentos de hadas. Dicen
no creer en Dios, pero si el lenguaje se retuerce mínimamente no ocultan
muestras claras de fe (por ejemplo, en “el Cosmos”, del que dicen que es “libertad,
porque nadie puede pararte ahí”). La realidad está demasiado presente para
ellos y la consideran algo de lo que no se puede escapar. Según se desprende de
la manera en que explican la situación, no poder hacerlo es algo que les mueve
a la nostalgia, a la decepción, al desencanto. Sólo queda dormir y soñar.
Conceptos con una connotación rotundamente positiva que ellos, sin embargo,
rechazan de un modo sistemático e irreflexivo. Llámese contradicción, llámese
pose.
Karumidze,
Machaidze y Meskhi saben que el interés de un documental de skaters -y otras personas que se mueven
en un ambiente artístico alternativo- georgianos puede ser realmente limitado.
De este modo, y diferenciándose de trabajos previos (en algunos casos sobre los
mismos protagonistas, caso del cortometraje documental Post-Soviet space funk, de Sandro Popkhadze), los realizadores proponen
ampliar las miradas sobre el objeto de la película: enfrentarse a los hábitos,
creencias y comportamientos de un pequeño grupo de jóvenes de esta tribu
urbana, planteándoles preguntas de validez universal. Las respuestas a cuestiones
estrictamente contemporáneas (algunas, inseparables de toda la Historia de la
humanidad) y muy apegadas al momento que atraviesa la sociedad occidental irán
conformando la imagen de los miembros de esta joven comunidad alternativa,
combinadas con los paseos por la ciudad o fuera de ella. Caminando o sobre la
tabla de skate.
Más
allá de optar en algunos momentos por una puesta en escena que recuerda a la
que exhibiera Gus Van Sant en 2007 en su adaptación al cine de la novela de
Blake Nelson ‘Paranoid Park’, las imágenes de ‘When the Earth seems to be light’
reflejan perfectamente la indiferencia que los protagonistas parecen demostrar
por su tiempo y la sociedad en la que se encuentran. Mediante varios travellings en los que la cámara sigue a
través de las calles y puentes de la ciudad, atravesando el asfalto de una
calle atestada de coches y autobuses, o a través de centros comerciales
subterráneos, observamos los gestos impertérritos de los skaters, firmes mientras son llevados por las ruedas de sus
patines, reaccionando exclusivamente cuando se trata de evitar el contacto con
cualquier objeto o persona que salga a su paso. Esas secuencias son
contrapuestas con las que se desarrollan en los edificios abandonados en mitad
de ninguna parte en los que este mismo grupo practica piruetas, saltos y movimientos
con sus patines. Es allí donde los directores plantean sus preguntas sobre
comportamientos de la sociedad, sobre política, sobre religión, su pensamiento
y obsesiones, sus carencias afectivas y emocionales. Frente al distanciamiento físico
que impone la tabla de skate a la
cámara en las secuencias en las que los protagonistas son “perseguidos” por
ella, en los momentos de conversación alejados del ambiente urbano las tomas son
cerradas, primeros y primerísimos planos.
Para
completar la construcción de ambas situaciones, resulta protagonista -en
ocasiones, demasiado- el trabajo realizado sobre la banda sonora, en la que
ambientaciones sonoras y -sobre todo- musicales sirven para trabar la relación
de planos dentro de cada secuencia, contribuyendo así a la elaboración de una
estética del aislamiento de los jóvenes protagonistas, ya sea cuando van en
bandada o cuando caminan solos en otros escenarios.
“Existen
artistas georgianos brillantes, pero no oiréis hablar de ellos jamás a no ser
que ellos decidan vivir y trabajar en el extranjero, ya que su país no les
ofrece ni lo más mínimo”, aseguraba en 2011 Natalie Tusia Beridze, música
georgiana, miembro del grupo Goslab, fundado en el año 2000 -coinciden en él músicos,
periodistas, cineastas y diseñadores-, y que está detrás de este documental.
Frente a la descripción de una realidad dominada por pensamientos
reaccionarios, este grupo de jóvenes creadores -acompañados por los skaters- sienten un gran desprecio
institucional.
Georgia
sigue exportando -con cierta periodicidad, de tanto en tanto- cine de ficción
no exento de interés: ahí están la reciente Mandariinid
(2013) de Zaza Urushadze, Moira
(2015) de Levan Tutberidze -que participó en el Festival Internacional de Cine
de San Sebastián ese año- o las películas de Dito Tsintsadze, casi siempre
coproducciones en las que la mayor parte de la financiación procede de
Alemania (de allí llegó Schussangst, que consiguió la Concha de Oro del Zinemaldia de 2003).
Gracias a
su exhibición en Europa -obtuvo en 2015 el Premio al mejor film novel en el
Festival Internacional de Documental de Amsterdam- Rotsa dedamitsa msubukia se convierte, frente a la línea general
de la cinematografía georgiana actual, en un testimonio valioso para conocer la
realidad de un país que huye de la sombra rusa (y del fantasma de la URSS) a la
vez que pugna por encajar su modelo de sociedad con ese paradigma europeo de democracia
y tolerancia (que muchos políticos de la propia Europa ponen en entredicho cada
día por la vía de los hechos). Por cómo muestran Karumidze, Machaidze y Meskhi
muchos comportamientos de ciudadanos y dirigentes políticos de Georgia, queda
mucho trabajo por hacer.
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