(texto elaborado con motivo del ciclo organizado por el Festival Internacional de Cine Documental y Cortometraje de Bilbao - ZINEBI para homenajear con el Mikeldi de Honor de su 59 edición a Marco Bellocchio, y publicado en el catálogo del festival)
A la sombra de las grandes voces del cine italiano (Rossellini,
Visconti, Antonioni y Fellini) surgieron durante los primeros años de la década
de los sesenta un heterogéneo y desigual grupo de jóvenes sucesores. Eran los
herederos que aspiraban a ofrecer una visión nada autocomplaciente sobre la
sociedad en la que Italia se había convertido tras su resurgimiento de
posguerra. Asistentes al apogeo y caída en desgracia de la etiqueta
“neorrealista”, pero también espectadores de los mejores trabajos de los
gigantes italianos, una nueva generación encabezada por Bernardo Bertolucci y
Marco Bellochio, y acompañada por los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, Marco
Ferreri, Elio Petri o Liliana Cavani, se abrió paso reivindicando una mirada
crítica. Aquella generación estaba marcada por el descontento y la ira, cuando
no la rabia; por la simpatía por movimientos de extrema izquierda -Gillo Pontecorvo
llegó a asegurar que lo eran “nueve de cada diez”-; y por no ocultar su
admiración por motivos temáticos y estilísticos de la Nouvelle Vague. Al
margen de una mayor significación política, su advenimiento corría paralelo al
de otros movimientos similares en distintas latitudes. Aquel Nuovo Cinema
Italiano estaba tan vagamente definido -más allá de un cierto componente
generacional- como lo estuvieron el Junger Deustcher Film, el Free
Cinema británico o el Nuevo Cine Español.
En ese grupo de jóvenes con voluntad de cambiar la realidad se
sitúa el director emiliano-romano al que Zinebi homenajea con un merecidísimo
Mikeldi de Honor, por una carrera de más de medio siglo de trabajo continuo.
Durante una charla con él en Bolonia, recordaba hace unos meses Michel Ciment
que, en la Historia del Cine, hay “muchas grandes primeras películas, pero muy
pocas vigésimo segundas buenas películas”. El caso de Marco Bellocchio (n.
Bobbio, 1939) es una rarísima excepción: nos sobrarían los dedos de una mano
para encontrar directores que iniciaron su carrera en esa época y que continúan
presentando películas tan sensacionales y modernas en los grandes festivales
del mundo. El motivo de su permanencia quizá haya que encontrarlo en su
capacidad de no acomodarse en determinada estética o narrativa, en un
inconformismo muy exigente que siempre le ha llevado a cuestionar
sistemáticamente las bases de su sociedad y de sí mismo. Como si supiera que la
vida es un billete de ida, Bellocchio siempre mira hacia adelante haciendo de
su bandera la consigna de mantener la “curiosidad por lo irracional”, tal y
como explicaba en una carta que remitió a Pier Paolo Pasolini poco después de
que el maestro boloñés ensalzara nada más verla su opera prima, I pugni in tasca (1965).
Poeta, dibujante, director de teatro y ópera (hace unos meses
dirigió -casi a la vez que se podía ver en la ABAO bilbaína otro montaje de la
misma obra- en el Teatro Dell’Opera di Roma ‘Andrea Chénier’, de Umberto
Giordano), militante comprometido del movimiento Lotta Continua desde su
fundación a finales de los sesenta (en el que coincidió con el escritor Erri De
Luca, el periodista Adriano Sofri o el político Marco Boato) hasta su
desaparición a mediados de los setenta, guionista y director de cine, podría
decirse que Bellocchio se ha ido reinventando con el paso de las décadas. Sería
más justo, sin embargo, reconocer la capacidad del autor para enfrentarse con
rigor y convicción a la puesta en escena de todo tipo de propuestas, a medida
que iba evolucionando en su manera de pensar, dejando siempre subyacente una
visión personal (en algunos casos, podríamos decir “visceral”), culta y muy
reconocible.
Por descontado, es lo que ocurre en su opera prima. En aquella
violenta I pugni in tasca (1965) la acción se desata en cualquier
momento, los planos se unen en el montaje cuando hay movimiento, la puesta en
escena es deliberadamente sucia, la cámara siempre parece demasiado cerca de unos
personajes (con Lou Castel a la cabeza) que no mueven fácilmente a la empatía
del espectador. Sin concesiones, el cine del primer Bellocchio es reflejo de un
compromiso extremo con sus ideas revolucionarias: de la manera que piensa
(globalmente), actúa (localmente). Esa manera de expresarse pronto le granjeó
el interés de Pier Paolo Pasolini, con el que mantuvo alguna controversia puntual
que no le impidió compartir militancia política. Así, Bellocchio se adentra en
la denuncia de la represión moral y política que asfixia desde su punto de
vista la vida del individuo, llamando a la denuncia, cuando no a la rebelión en
trabajos documentales como Paola / Il
popolo calabrese ha rialzato la testa (1969), Matti da slegare (1975) o La
religione della storia (1998), pero también en ficciones como Nel nome del padre (1971), Sbatti il mostro in prima pagina (1972),
o L’ora di religione / Il sorriso di mia
madre (2002). Son miradas críticas al presente y al pasado de su país que
también se enfocan en sucesos concretos como en el caso de Vincere (2009) o la sobresaliente Buongiorno, notte (2003), ficción sobre el secuestro del
democristiano Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas. Un asunto, por cierto,
al que regresará en 2018 a través de una serie de televisión.
Más de medio siglo de trayectoria cinematográfica ininterrumpida comprende
altos y bajos en una obra por la que atraviesan muchas líneas temáticas (la
omnipresencia de la ópera, su admiración por Luigi Pirandello, las razones
detrás de sus adaptaciones literarias de autores como Chejov, Kleist o Radiguet),
pero entre ellas subrayamos en Zinebi la que nos conduce a su último trabajo:
el cortometraje Per una rosa (2017),
presentado en el pasado Festival de Locarno.
Tiene que ver con el laboratorio de Fare Cinema que ha llevado a
Bellocchio durante años, y de manera regular, de vuelta a su Bobbio natal para
trabajar junto a un puñado de jóvenes en la creación de piezas dramáticas que
graban apenas sin presupuesto. Así dirigió, por ejemplo, basándose en un cuento
de Bulgakov, Oggi è una bella giornata
(2002), pero sobre todo los seis fragmentos que componen Sorelle Mai (2011), en los que el director arranca en aquella casa
en la que rodó en 1965 I pugni in tasca
nuevas imágenes que tienen que ver con su propia familia, bajo una leve ficción
familiar e intimista. Así, encontramos allí encarnando papeles no muy distintos
de sus propias vidas no solo a sus tías Letizia y Maria Luisa -a las que
Bellocchio incluye también en La balia
(1999), entre otras de sus películas- , a su hijo, el actor Pier Giorgio -al
que también podemos ver en Sangue del mio
sangue (2015) y Fai bei sogni
(2016)-, y a su hija pequeña Elena, a la que lleva grabando desde el año 1997,
y que ahora protagoniza Per una rosa
(2017), cortometraje inédito en España que podremos ver en la Gala de Clausura
de esta edición de Zinebi.
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